Hacia 1830, en el Madrid Romántico, el más sombrío, solitario y ruinoso de los Cafés era el situado en la planta baja de la casa contigua al Teatro del Príncipe. Aquel reducto quería hacer honor al nombre aunque por entonces no tenía comunicación con el teatro.
El local era de escasa superficie, estrecho y desigual, carente de todo tipo de decoración y comodidades. Su mobiliario estaba compuesto de no más de una docena de mesas de pino pintadas de color chocolate y unas cuantas sillas Vitoria. Se iluminaba con una lámpara de candilones pendiente del techo y media docena de los entonces llamados ‘quinquets’. Cerraban el local unas modestas puertas vidrieras con su ventilador de hojalata en la parte superior.
El empolvado suelo, pavimentado con baldosas de la rivera, dejaba crecer en sus intersecciones la hierba que pastaban los roedores.
En el fondo de la sala, debajo del hueco de la escalera, estaba el mostrador y dos mesitas con sus correspondientes sillas. Estas dos mesitas eran las únicas ocupadas por una clientela de cierta gravedad, diplomáticos antiguos en su mayor parte, y los noctámbulos señores Cuadra, Arriaza, Onis, Aguilar, Pereyra, Dehesa y Carnerero, que disfrutaban de un café o un chocolate servido a mano desde el mostrador en trebejos de cristal o loza de dudosa salubridad. El resto de las mesas, iluminadas por la tenebrosa luz de los candilones, permanecían desocupadas y el salón desierto, lo que aumentaba aún más el aspecto de miserable tugurio.
Quizá por esta descripción los artistas, literatos, jóvenes poetas y aficionados, que andaban desperdigados por el Venecia (calle del Prado), el de Sólito y el Morenillo, eligieron el Príncipe como lugar de reunión; aunque la verdad es que lo hicieron porque aquellos otros Cafés eran frecuentados por una concurrencia más heterogénea y desconocida.
En aquellos tiempos en que los círculos, ateneos, liceos y casinos no eran conocidos ni por el nombre, era lógico que aquella juventud de artistas pensaran que les convenía ‘encerrarse’ en algún tugurio solitario.
Fue así que una noche, allá por el año 30 o 31, un concurrido número de jóvenes, llamados luego ‘La Partida del Trueno’, tomaron aquel espacio lúgubre y solitario, plantaron el estandarte de las Musas y lo bautizaron con el título de ‘El Parnasillo’.
La Partida del Trueno
Puede imaginar el lector el carácter de aquel grupo entre los que se encontraban Espronceda, Vega, Escosura, Ortíz, Pezuela, Bautista Alonso y Santos Álvarez entre otros. Se sumaban a aquella legión de poetas los nombres de Pelegrin, Villalta, Ochoa, Castejón, Tirado, Las Heras, Larra, Doncel, Valladares, Pedro y Francisco de Paula Madrazo, Olona, Diana, los hermanos Mayo, Ferrer del Río, Peral, Navarrete y otros tantos.
De la Academia de San Fernando, capitaneados por el arquitecto de la Villa, Mariátegui, llegaba la legión de pintores como Madrazo, Rivera, Texeo, Carderera, Jimeno, Camaron, Villaamil, Esquivel, Mendoza, Maea y Gutierrez de la Vega. Y a estos se sumaban arquitectos, ingenieros, grabadores e impresores.
Cabe mencionar otras personalidades que allí se daban cita, como el director del Teatro del Príncipe, Juan Grimaldi, Manuel Bretón de los Herreros y Antonio Gil de Zárate.
El dueño del establecimiento, que además era alcalde de barrio, no fue ajeno a la importancia de la concurrencia de su Café, practicando entonces algunas reformas en instalaciones y decorado y añadiendo a su escueta carta unos inventos: el sorbete metafórico, el medio sorbete a dos reales vellón, y al mismo precio la taza de café con plus (tostada).
Aumentó también su plantilla de mozos, que hasta entonces estaba compuesta por un señor setentón al que llamaban Romo, sumando un joven de servilleta y mandil llamado Pepe, quien adquiriría el clásico y tradicional nombre de Pipí.
Y con esta renovación vinieron a ‘El Parnasillo’ otros nombres como los de Hartzenbusch, García Gutierrez, Zorrilla, Roca de Togores, Campoamor, Rubí, Lafuente, Tassara, Bermudez de Castro, Ros de Olano, los hermanos Asquerino, Vedia, Enrique Gil y Cayetano Cortés.
La oratoria política estaba cargo ahora de Caballero, Olózaga, González Bravo, Iznardi, Pacheco, Pérez Hernández, Bravo Murillo, Moreno López y Donoso Cortés.
Tal era la importancia de las tertulias de ‘El Parnasillo’ que los aplaudidos oradores no se conformaron con eso, sino que allí acudieron a depositar sus laureles y a recibir en él la confirmación o el visto bueno por sus éxitos.
Y fue en ‘El Parnasillo’ donde José de Larra halló el seudónimo de ‘Fígaro’, impuesto por Grimaldi recordando ‘El barbero de Sevilla’.
Escribió F. Martínez-Corbalán
Café invitado
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De la revista 'Nuevo Mundo', del 2 de abril de 1926, rescatamos este anuncio que bien podría formar parte de nuestra colección 'Vintage'.
Se trata de una Cafetera Express para cuatro servicios que aún pueden encontrarse, ya fuera de uso, en unos pocos Cafés castizos.
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